“¿El papa Francisco ha ido al cielo?”
Mi hijo me sorprendió con esta pregunta hace unos días, cuando el fallecimiento del pontífice estaba en todos los noticieros de todo el mundo a todas horas. Confieso que, cuando mi hijo me planteó el interrogante, me quedé en blanco durante varios segundos, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua. Al final, cuando acerté a articular una palabra, ¿sabes lo que dije?
“Depende, hijo. Depende.”
¿Qué podemos decir de Jorge Mario Bergoglio? Pasará a la historia como uno de los papas más célebres y queridos, conocido por su austeridad, su cercanía, su preocupación por los más vulnerables, su apertura al diálogo y su compromiso social.
Pero Bergoglio no sólo fue humilde y cercano durante su vida, también lo fue en su muerte como así lo demuestran sus últimas voluntades respecto a su funeral y entierro. Todos tenemos aun fresca en la retina la imagen de su cuerpo acomodado en ese sencillo ataúd de madera, sin adornos ni florituras, tal y como él dispuso. Hasta su tumba, ubicada en la basílica de Santa María la mayor para ser más accesible a los fieles, no puede ser más sencilla: una simple losa de mármol con una única inscripción: “Franciscus”.
Por si fuera poco, recientemente nos ha sorprendido la noticia referente a su última disposición sobre el “papamóvil”, ese vehículo blindado usado por los pontífices para desplazarse con seguridad durante sus visitas. Tal como informa el Vaticano, el papamóvil será enviado a Gaza para ser reacondicionado como unidad sanitaria y atender a los niños desplazados por la guerra.
¡Esto sí que ya nos deja fuera de juego! ¿Cómo enfrentamos entonces a la cuestión del destino eterno del papa Francisco?
Supongo que la pregunta ya de por sí resulta ofensiva para muchas personas, especialmente para aquellos que se identifiquen como católicos. ¿Acaso nos estamos atreviendo a cuestionar la salvación del papa? Sin embargo, la inocencia de los niños no conoce tabúes. Así pues, me veo en la obligación de ofrecer una respuesta que no sólo satisfaga la curiosidad de mi hijo, sino que además nos lleve a reflexionar sobre un asunto tan trascendental como lo es la salvación del ser humano.
Nuestra cultura popular suele creer que el destino eterno de una persona está ligado a sus obras en esta vida. Si la persona ha vivido haciendo el bien, ayudando a los demás, siendo generoso, amable, perdonador, paciente… seguramente se haya ganado el paraíso. Si, por el contrario, el susodicho ha cometido maldades, ha sido rencoroso, egoísta, ladrón o pendenciero, entonces su conducta lo arrastrará a las ardientes llamas del infierno.
Todo este imaginario popular puede ser perfectamente ilustrado acudiendo a la cultura. Por ejemplo, recordemos un clásico del cine: la película Ghost, protagonizada por Patrick Swayze en el papel de Sam y Demi Moore interpretando a Molly.
(Aviso: creo que a estas alturas puedo dar algunos detalles del largometraje sin miedo a hacer un spoiler, pero que sepas que estoy a punto de destripar el final de la peli.)
Cerca del final, cuando el espíritu de Sam ha salvado a Molly y está listo para marcharse, ¿quién viene a por él? La luz, un haz luminoso de paz y felicidad que lo invita a partir a un lugar de dicha eterna junto a sus seres queridos. El antagonista, en cambio, un avaricioso banquero llamado Carl, también muere al final de la historia. ¿Y quién aparece para llevárselo? Un aquelarre de sombras tenebrosas que brotan de la oscuridad emitiendo unos lamentos que te hielan la sangre, las cuales atrapan el alma de Carl y la arrastran irremediablemente hacia una oscuridad infinita. ¿Y por qué? Está claro como el agua: porque Sam es el bueno y Carl es el malo.
¿Pero acaso la eternidad es una historia de buenos y malos? Independientemente de lo que afirme nuestra cultura popular, es necesario que nuestro punto de partida para esbozar una respuesta sea la propia Escritura. ¿Qué nos enseña la Biblia sobre el destino eterno del ser humano?
“21Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas;22la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia,23por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios,24siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús,25a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados,26con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús. 27¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe. 28Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.”
(Romanos 3:21–28)
Una de las grandes atribuciones del pensamiento Pablo al cristianismo consistió en el desarrollo de la doctrina de la justificación por la fe, y este es uno de los pasajes más claros al respecto. En este texto el apóstol asegura que la justificación de una persona (es decir, su consideración como justo ante Dios y su consecuente salvación eterna) no depende de sus obras, sino de su fe.
Dicho de otra forma, el evangelio no entiende de judíos ni griegos, no hace distinciones de razas, procedencias ni religiones, puesto que todos los seres humanos nos vemos igualmente alejados de Dios de forma natural. No obstante, Jesús es nuestra redención (pago de un rescate) y propiciación (satisfacción de la ira divina).
Por lo tanto, no hay otra forma posible de salvación sino a través de Cristo Jesús, como también claramente afirmó el apóstol Pedro en su comparecencia ante las autoridades judías de Jerusalén: “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.” (Hechos 4:12)
No obstante, la Biblia también nos deja bien claro que la redención de Jesús no se aplica a todos, ya que hay textos que demuestran que no todos se salvarán. Serán muchas las personas que tendrán que enfrentarse a la condenación eterna…
“9Sabe el Señor librar de tentación a los piadosos, y reservar a los injustos para ser castigados en el día del juicio; 10y mayormente a aquellos que, siguiendo la carne, andan en concupiscencia e inmundicia, y desprecian el señorío. Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las potestades superiores”.
(2 Pedro 2:9–10)
Este es uno sólo un ejemplo de la gran cantidad de textos bíblicos que mencionan el infierno. La pregunta es, si la salvación de Jesús no se aplica a todos, ¿qué determina entonces el destino eterno de una persona?, ¿de qué depende su salvación o su perdición?, ¿cómo puede alguien conseguir su billete para la eternidad?
Para contestar a estas preguntas, nos acercaremos a uno de los personajes más importantes en la historia de la teología: Agustín de Hipona (354–430 d.C.). Nacido de padre pagano y madre cristiana, Agustín invirtió gran parte de su vida en la búsqueda de la verdad. Su peregrinaje moral e intelectual lo llevó por diferentes lugares del mundo investigando diversas filosofías helenas, desde el maniqueísmo hasta el neoplatonismo, pasando por el escepticismo. Pero ninguna de estas ideologías consiguió satisfacer por completo sus preguntas, ni mucho menos liberarlo de la vida licenciosa que lo hacía sentirse encadenado. Hasta que finalmente creyó en el evangelio y su vida fue transformada por completo. Un tiempo más tarde llegó a ocupar el cargo de obispo de la iglesia Hipona y se convirtió en uno de los padres de la iglesia más influyentes de la historia.
La experiencia vital de Agustín marcó profundamente su teología. Él estaba convencido de que su acercamiento a Dios no habría sido posible sin un acto de pura gracia divina. Así que, a medida que fue desarrollando su pensamiento expuso que la naturaleza del ser humano, tras la caída, había quedado completamente corrompida. Ni si quiera los descendientes de Adán y Eva estaban libres de la culpa del pecado original ni de su inclinación innata a hacer el mal. Sólo Dios, en un acto de pura gracia soberana, podía obrar el milagro en el corazón de un ser humano de tal modo que se volviera a Él en arrepentimiento y fe en el evangelio.
Las ideas de Agustín fueron enormemente influyentes en teólogos de todos los tiempos, y ayudaron al posterior desarrollo de doctrinas troncales en teología, como la del pecado original, la depravación total o la predestinación. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con sus opiniones. Su principal opositor fue Pelagio (354-418 d.C.), un monje británico que se trasladó a Roma, donde ministró durante varias décadas y disputó vehementemente con Agustín.
Para Pelagio, el pensamiento de Agustín era dañino y contraproducente para la vida de los cristianos. Al contrario que su rival, Pelagio defendió que el ser humano ciertamente conservaba su libre albedrío, es decir, su libertad y capacidad para hacer el bien y agradar a Dios. Él no creía que la naturaleza humana se hubiese visto corrompida por el pecado de Adán, ni que tampoco se heredara su culpa. El ser humano no necesitaba una intervención directa de Dios en el corazón para volverse en arrepentimiento y fe, era suficiente con exponerle al testimonio externo del evangelio. Si se puede hablar de predestinación, en todo caso se debía a la precognición divina. Es decir, Dios predestina para salvación a aquellos a quienes Él sabe que en el futuro aceptarán el evangelio.
En los siglos posteriores aparecieron teólogos que se alinearon con el pensamiento de uno u otro. Al principio prevaleció la posición de Agustín, que más adelante sería seguida por grandes figuras como Gottschalk, Erigena, Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino, Lutero, Juan Calvino o Beza). Sin embargo, otros grandes teólogos como Erasmo de Roterdam, Jacobo Arminio o Juan Wesley se identificaron con una forma moderada de la postura de Pelagio, conocida semipelagianismo.
Pero entonces, ¿Agustín o Pelagio? ¿Calvino o Arminio? ¿Quién tiene razón en cuanto a la salvación del ser humano? Aunque estas dos posturas parecen irreconciliables, en realidad tienen un punto de conexión, que no es otro que el arrepentimiento y la fe de la persona que, confesándose como un pecador indigno, se encomienda a la gracia de Dios.
Ya sea que ese arrepentimiento y búsqueda de Dios nazca de su propio corazón (como decía Pelagio) o sea producto de la obra del Espíritu Santo en él (como afirmaba Agustín), lo cierto es que la puerta de entrada a la salvación y la vida eterna es la misma: la fe en la obra de Jesús para redimir del pecador.
Por tanto, no importa que Jorge Mario Bergoglio fuera el papa de la iglesia católica. En última instancia, ni si quiera importa si fue o no buena persona. Lo único que verdaderamente importa es si, reconociendo su bancarrota moral y espiritual, ha confiado en la provisión de justicia que sólo Dios puede otorgarle gracias a la obra de Cristo. Eso es lo que determina la salvación o condenación de un ser humano a la luz de lo que nos enseña la Biblia.
¿Y qué hay de ti, querido lector? No creas que a Dios le importa demasiado tu tipo de iglesia. Estoy convencido de que le trae sin cuidado si en el rótulo de la entrada pone iglesia evangélica, católica, reformada, anglicana… No se trata de tu afiliación al grupo que consideres más acertado, no se trata de si te has bautizado, no se trata de tus esfuerzos para agradar a Dios y hacer el bien. Todo se resume a una cuestión de fe. Ha sido así desde los albores de la humanidad. ¿Estás dispuesto a admitir tu incapacidad de salvarte por tus propios medios y a confiar en la misericordiosa provisión de Dios por medio de Jesús? Creer o no creer, esa es la verdadera cuestión.
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS
https://www.elmundo.es/internacional/2025/04/24/680a563fe9cf4ab9378b45a7.html
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González, Justo L. Historia del cristianismo: Tomo 1. Miami, FL: Editorial Unilit, 2003.
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